El internet de las cosas (IoT en inglés) ya está aquí y parece que ha llegado para quedarse. Explicación corta: imagina conectar a internet cualquier cosa (coche, frigorífico, libro, termostado) donde puedas colocar un sensor para conocer su estado (encendido/apagado, ubicación, etc…) en tiempo real. Como todo en esta vida esto puede tener partes muy positivas y partes muy negativas, dependiendo del uso que le demos, por supuesto.
Por ejemplo hablemos de tu frigorífico en este mundo hiperconectado. Mientras estás haciendo la compra en el súper podrías saber si tienes yogures o no, si han caducado o no… ese tipo de cosas. Quien dice yogures dice ketchup, leche, lechugas, huevos… cualquier cosa que metas en el frigorífico. Esto es bueno.
Si además el frigorífico tiene una pantalla la puedes usar para poner el calendario familiar (reparto de tareas, actividades varias…) o dejar una nota mientras vas en el metro camino al trabajo. Esto también es bueno.
Ahora imagina que, por un error en la programación, tu nevera súper fantástica no valida el certificado SSL y permite que un atacante se haga pasar por Google para quedarse con tu usuario y tu contraseña de Gmail. Esto ya no parece tan bueno, ¿verdad?
Parece que los usuarios ya hemos perdido (en algunos casos) el derecho a la intimidad de nuestros datos. Ya casi aceptamos que el coste de esos servicios gratuitos para almacenar nuestros datos sea el análisis de dichos datos. Esa batalla está, en algunos sentidos, perdida.
El problema es que parece que nos hemos acostumbrado a no preguntar como funcionan las cosas. Creamos un evento en el calendario de nuestro móvil y, de un modo mágico, aparece en nuestra tablet. Pero no es magia, hay cosas detrás que hacen eso posible. Si el futuro es que al entrar en el súper tu frigorífico te avise que los yogures están a punto de caducar… igual es bueno preocuparnos por conocer esa magia que lo hace posible.